lunes, 11 de febrero de 2008

Belfast para vascos


Llevo en esto de la investigación en comunicación desde 2003, y salvo los tres días que pasé en Barcelona visitando la UAB y un par de cursos de verano, apenas he salido de mi despacho hasta ahora. Vamos, que los dos únicos desplazamientos en casi cinco años los he hecho en semanas consecutivas.

Y así es como acabo de volver de Belfast. Una ciudad impresionante en el sentido más puro del término. Porque no se trata de que todo lo que nos han contado en las películas sea mentira, no. Lo que pasa es que se queda corto.

Después de día y medio en la capital de Irlanda del Norte, me parece que lo de Bilbao es un conflicto de juguete comparado con el que sufrieron allí. Y entiéndaseme bien, por favor: cualquier conflicto violento me parece grave, y la muerte o el padecimiento de una sola persona me parece motivo sobrado para condenar e intervenir sin dudarlo. Del mismo modo que considero que el conflicto político vasco puede ser de un calado similar siempre que se permita explicarlo.

Pero con lo que no trago (tampoco lo he hecho nunca, pero ahora tengo motivos) es con que en Euskadi, las varonesas (sí, sobre todo ellas) de las amenazadas españolas salen con miedo a la calle, ni con que el Gobierno español pretende proclamar un estado de excepción con las ilegalizaciones de ciertos partidos que no son legales porque no quieren.

Mentira.

Atravesar el muro que separa a católicos y protestantes hace pensar inevitablemente en aquellas personas que, en los años más sangrientos, tenían que salir a la calle a trabajar, estudiar o hacer la compra. Ellos/as sí que tenían motivos para sentir miedo.

Y los alambres de espino que protegían guarderías y fábricas, los murales y la atalaya de la policía británica, que deja vislumbrar tanto el temor de los allí destinados como la impunidad con la que trataban a los detenidos, sí que transmiten una sensación de conculcación de derechos y de excepcionalidad... en Europa.

Y sí, es cierto que la UE está inyectando grandes cantidades de dinero y que, hoy, es una ciudad segura que trabaja por reparar el dolor y porque éste no se repita. Pero en el ambiente se nota que allí acaba de pasar algo terrible.


Finalmente, nuestros anfitriones en Belfast (de los que espero poder hablar cuando toque) nos dejaron estupefactos con su discurso postconflicto y postnacional. Esto es: hablaban del mismo con una solvencia y tranquilidad pasmosa, sin entrar en jardines no porque los evitaran, sino porque no eran necesarios: las cosas ocurrían, y eso fue lo que nos contaron. Ahora, sólo queda profundizar... y regresar, espero.


(en la imagen, uno de los inumerables murales que hay en las paredes de la ciudad. Algunos más explícitos que otros)

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