jueves, 4 de octubre de 2007

¿Qué tienen en común Marina d’Or y Umberto Eco?

Yo aviso, para que a nadie le venga de pronto la náusea y me culpe de volver a encontrarse con su desayuno: soy un pedante. Lo peor es que sin remedio. Por cierto y haciendo gala de ello, Miguel de Unamuno nos definía como “necios adulterados por el estudio”. ¿Y cómo rebatir al maestro de la “nivola”?

¿Que por qué lo digo ahora, cuando todos los que visitáis normalmente este blog ya lo sabíais? Pues porque el golpe de pedantería más tonto y profundo que he sufrido (o han sufrido a mi alrededor) me sucedió en un sitio tan poco inspirador como Marina d’Or.

Y es que no pude evitarlo pero, cuando me bajé del coche dispuesto a empacharme de luz, color y cartón-piedra, me vino rápidamente una palabra a la mente (ahora viene la pedantería): kitsch. Ese concepto que Umerto Eco definía como esas cosas que no son originales, están recargadas y son horteras (esto último es aportación mía).

No, no hay mejor definición para este monumento al mal gusto y la chabacanería más absoluta (no exagero, de hecho, me consta que a los propios trabajadores no les gusta). Algunos esperaréis que hable de cómo obtienen los permisos para construir y todo eso, pero es que no tengo ni idea.

Y bastante tuve con visitarlo, la verdad. Para que os hagáis una idea, todo lo que aparece en el anuncio de la Igartiburu y el odioso niño que dice “¡qué guay!” está muy juntito. El resto son sólo construcciones enormes una detrás de otra.

Ahora que han colonizado la playa (que tuvieron que construir y, por lo tanto, es tan abiertamente artificial como el resto del complejo) pretenden extenderse hacia el interior de la región, al término municipal de Cabanes (la primera fase se encuentra en el extremo contrario de Oropesa del Mar del que veraneaban los y las Aznar). Y pienso volver para comprobar que mi admirado Eco es, efectivamente, un visionario y un adelantado a su tiempo y que, como Nostradamus, soñó con Marina d’Or mucho antes de que los arquitectos cometieran el crimen de proyectarlo, mientras compilaba su Apocalípticos e integrados.

No obstante y pese a todo, si tenéis la oportunidad de visitarlo, no lo dudéis: hacedlo. Os aseguro que os asombrará y os dejará con la boca abierta, pero tranquilos, que no sufriréis el síndrome de Stendhal, precisamente.

Avisados estabais.

(por cierto, no hay foto porque no me atreví ni a sacar la cámara)

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